jueves, 2 de septiembre de 2010

Isabelle

El timbre resonó en su oído. Mientras estaba a la espera de que le abriesen la puerta hacia el fariseísmo total y absoluto, se alisó el vestido con cierta rapidez, y se peinó el pelo lleno de tirabuzones perfectamente definidos. Su vestido era probablemente de un color azul tan apagado como ella. Se estaba empezando a marear de pensar en la idea de tener que dar tantas explicaciones sobre su desaparición del mundo del cotilleo. Tendría que enfrentarse a todas las preguntas, con la cabeza alta y con cierta resignación en las palabras que pronunciaría aquella noche. Se abrió la puerta, finalmente. Sonrió ampliamente, y pensó para sí misma que tras haber ensayado toda la tarde aquella maldita sonrisa, le había salido mejor de lo que esperaba.
-¡Isabelle! Querida, qué agradable sorpresa, ya pensé que ni aparecerías por nuestro pequeño convite…ya sabes, las malas lenguas hablan mucho de tu ausencia…pero aquí estás tú para callarlas, ¿no? Y tan guapa como siempre, por lo que veo. –saludó Juliette tan efusiva como siempre. Isabelle apretó los dientes con fuerza y se escondió las manos detrás de la espalda formando un puño con ellas, con una rabia que quería dejar salir.
-Muchas gracias, Juliette. Pues, en realidad, las malas lenguas no son para mi persona de gran repercusión, así que puedes estar tranquila que no me afecta en absoluto. Y tú también muy guapa, ¿eh? –respondió, dejando escapar en una dosis diminuta esa rabia contenida.
Pasaron horas y horas, o al menos eso le pareció a Isabelle. Como era de esperar, miles de preguntas le acribillaron la cabeza, una detrás de otra pero la que más le pudo doler de todas fue la razón del por qué Thomas se había “mudado” tan lejos. Thomas...la mitad de su corazón, o quizás su corazón entero. Se había marchado. La había dejado vacía, fría…pero había aprendido a vivir sin él. Y también sin nadie. Había aprendido a guardarse su dolor, su amargura, en lo más profundo de su alma. Había aprendido a guardar las apariencias. Y todo ello, la había aislado del mundo. Pero era mejor así. Mejor sin nadie más que le pudiera hacer daño. Y contrarrestó aquellas respuestas llenas de sufrimiento con copas. Copas, copas, copas…
Isabelle nunca bebía, no le gustaba. El alcohol para su hígado le resultaba nefasto, y lo notaba demasiado en cualquier bebida. Por eso lo evitaba siempre que podía, excepto aquella noche. Ese suave champagne, que se inyectaba en el cuerpo con cada cuestión, acabó por comenzar a marearla seriamente. Se quitó la fina rebeca de seda negra que llevaba encima, comenzó a sudar y se agobió. Se agobió tanto que tuvo que disculparse para salir corriendo hacia el baño y allí explotó. Lágrimas. Lloró como no lo había hecho en meses, lloró a borbotones, desconsoladamente. Se había entrenado todo ese tiempo y realmente pensaba que ya estaba preparada para poder enfrentarse a esos recuerdos. Pero no. Se equivocó y le dolió casi tanto como cuando él se fue. Pero algo la alarmó mucho más. Había destruido toda esa fuerza para guardar absolutamente todo lo desagradable, y lo peor de todo es que se había dado cuenta justo al acabar de derramar la última lágrima de que alguien estaba allí. Parecía casi esperándola a abrir la puerta y salir a contarle todo. Se disgustó muchísimo y rezó todo lo que sabía para que no fuera una de esas “malas lenguas”. Respiró profundamente y con lentitud comenzó a abrir el pomo de la puerta…

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